- CUENTO -

El niño que creyó en sus sueños

     En las montañas del limbo -donde los dioses custodian las tierras de los humanos- se está discutiendo una decisión corrompida por la decepción. Desde hace décadas los seres de las estrellas crearon un papiro bañado en oro y sellado por lava de dragón que manifestaba el deseo de los dioses por mantener la paz con los humanos si éstos cuidaban el mundo que ellos le habían ofrecido. El regalo más preciado que sin duda ningún antecesor habría concedido. La única norma impuesta al poderoso rey de las tierras era muy sencilla: Si eres capaz de proteger nuestro pequeño tesoro, nosotros te brindaremos de todo aquello que desees. El humilde rey aceptó sin anotar ningún pensamiento sobre su ingenua cabeza. Los años pasaron y con ellos creció su avaricia. No había tormentas que le asustara, ni injusticia que le atormentara. Su vanidad iba aumentando al igual que su fortuna. Su corazón se había vuelto de oro olvidando lo más importante de todo… Cuando se juega, gana quien se dota de inteligencia y no de riquezas. 
 
     Por la ventana de una humilde cabaña de madera, un joven de ojos negros y vista de lince, miraba el agua que caía de las nubes coléricas. El cielo durante unos pocos segundos se iluminó ante la caída de un corpulento rayo. Eldo –así es como todo el mundo en su aldea le llamaba- se tapó los oídos y cerró los ojos con muchísima intensidad. Cuando la voz de la tormenta cesó, como si de un pestañeó tratara, volvió a abrirlos. Frente a él una cara conocida le sonreía. Sus hermana Astie le estaba observando con atención.
     -¿Qué estás haciendo aquí? –quiso saber muerta de curiosidad-. ¿No deberías estar en el bosque disfrutando de la lluvia?
     -No, hoy es un día especial –contestó sonriente, Eldo.
     -¿Un día especial…?
     -Sí, he pedido un deseo.
     La hermana se puso emocionada a su lado y miró al cielo buscando algo entre las estrellas.
     -¿La veré también?
     Eldo la miró extrañado.
     ¿A qué te refieres? –preguntó con ansias de conocer su misterio.
     -Si has pedido un deseo es porque has visto una estrella fugaz… A mí también me gustaría ver una –objetó emocionada.
     -No he visto ninguna estrella de esas –y la voz de un pequeño silencio se formó.
     -Entonces, ¿por qué has pedido un deseo si no has visto…?
     -Se lo he pedido a un rayo –dijo sin darle opciones a acabar su pregunta.
     Astie se aguantó una eufórica carcajada pero no tuvo fuerzas suficientes para contenerla.
     -¿De qué te ríes?
     -Ay, chiquitín. Cuánto te queda por aprender –le acarició su pelo sedoso y lo acurrucó entre sus brazos-. Te voy a explicar. Los deseos se piden a las estrellas, no a los rayos. Y nunca se sabe si se te va a cumplir, pero ¿Sabes cuándo de veras sí que se cumplen? –le miró con ojos soñadores.
     Eldo no pudo resistirse a que le contara todo aquello que tanto deseaba saber.
     -Sólo cuando una estrella con su elegante traje de perlas pasa ante tus ojos. En esas décimas de segundos, el universo es tuyo… Únicamente tuyo. Nadie te lo puede arrebatar –contó con aclamación.
     -Así que si veo una estrella pasando ante mí, con esa rapidez incalculable de emociones, ¿es cuándo debo contarle mi deseo?
     -Sí, pero siempre desde aquí –la hermana alzó su mano y le tocó la frente-. Y luego lo guardas… -finalizó formando un pequeño camino hasta su corazón.
     -¿Cómo me va a oír? De esa forma, no podrá escucharme.
     -Sí que lo hará porque las estrellas son las únicas que pueden escuchar a nuestro corazón –le contestó sonriente-. Venga, a dormir. Mañana va a ser un día muy largo.
     -¿A dónde vamos mañana?
     -El rey quiere que nuestra aldea recoja el oro de las minas. No deja de destruir nuestras tierras. Según he escuchado no somos los únicos que sufre su codicia –se formó un nuevo silencio y se metió en su cama-. Vamos, Eldo… Acuéstate y durmamos.
     El chico caminó hasta su refugio envuelto en mantas y se tumbó en ella. Miró a su hermana para avisarle de que podía apagar la luz. Volteó su cabeza hacia la ventana y respiró el aire fresco que entraba por ella.
     -Les echo de menos, Astie –susurró sin saber si era escuchado.
     -… Yo también –dijo ella en su interior.
 
     La noche serena como la calma de un mar hechizado estaba siendo la asistente más cercana de lo que pronto iba a ocurrir. Un malhumorado sueño roto por la desesperanza estaba atormentando en un llanto a Eldo. Sudoroso y frenético decidió despertarse en la madrugada absorbida por el cosmos. Asustado por su acelerada respiración, concluyó que la mejor opción sería refugiarse entre los brazos cálidos de su hermana. Pero, una luz brillante iluminó sus ojos. Una increíble bola de fuego cayó de entre las nubes para aterrizar silenciosa pero avivada en el bosque. Eldo impresionado corrió hacia la ventana y salió por ella. Echó la vista atrás para asegurarse de que su hermana no le había escuchado y corrió bosque adentro.
     Con alborotada necesidad de descubrimiento ante lo que acababa de observar, sentía como su cuerpo traspasa los límites de su capacidad. Estaba corriendo a una velocidad casi inhumana y sólo por saber qué era lo que había sucedido. Después de muchos árboles dejados a su espalda, por fin llegó al lugar donde la curiosidad le había enviado. Un enorme hoyo, del que se podía imaginar su infinita profundidad, se descubría ante sus ojos oscuros. Sin saber si estaba haciendo lo correcto se decidió avanzar hasta los bordes del increíble impacto. Miró en su interior y arrugó un poco la frente. Ahí abajo, un tesoro iluminaba la oscuridad.
     -¿Te gustaría que fuera tuyo?
     Eldo pegó un brinco y se agarró el corazón al escuchar como alguien le había hablado muy cerca de él. Y a pesar de creer que era su inmensa imaginación pudo ver a una chica vestida con un bonito traje corto de diamantes y con orejas picudas.
     -No tienes porqué asustarte, no voy a hacerte daño –le dijo sonriéndole-. ¿Sabes quién soy?
     Eldo la observó por segunda vez y asintió.
     -Sí lo sé. Eres una estrella fugaz… Mi hermana me ha hablado sobre ti.
     La chica le miró atónita y se le escapó una carcajada.
     -Bueno, tal vez sea así, pero todos me conocen como Ninfa.
     -¿Ninfa? ¿Eres una especie de hada?
     -No, las hadas tienen alas. Soy la princesa de los dioses y si he venido hasta aquí es porque tengo algo que encomendarte –le contó la Ninfa.
     Eldo la miró aún más extrañado.
     -¿Ves esto? –de pronto, en sus manos apareció un increíble pedrusco de oro.
     -Es lo que estaba en el fondo de ese enorme agujero, ¿cómo lo has hecho? –sus ojos se iluminaron con la misma intensidad que la majestuosa piedra dorada.
     -Este tesoro debes entregárselo a tu rey –le comunicó.
     -¿Por qué tiene que ser de él? ¡Ya tiene demasiados! –expuso furioso-. Mi hermana y yo seguro que le damos mejor uso que ese ruin. ¡No merece ser rey!
     La Ninfa le acarició una mejilla y cogió una de sus manos.
     -Es una orden de los dioses. Tú decides qué hacer… Si decidieses quedártela, no desesperes, no va a ocurrirte nada. Pero, llenarás de avaricia tu corazón de sueños.
     Eldo se quedó sin palabras y no pudo negarse a recibir un cálido beso en su cabellera de la princesa de los dioses. Y sin saber cómo ocurrió todo, ante un necio pestañeo, su habitación era nuevamente el lugar donde estaba. Impresionado por la ágil magia de la Ninfa se apresuró a mirar sus manos. Estaban libres de oro reluciente. Miró a su alrededor asustado y encima de su manta se hallaba el flamante tesoro. Lo cogió y lo guardó debajo de su cama.
 
    Al día siguiente, las trompetas del castillo del rey sonaron en horas tempranas. Eldo se despertó sobresaltado y lo primero que hizo fue mirar bajo su cama. Sus ojos se asustaron y chillaron de terror: Su tesoro no estaba donde lo había dejado. Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. En una de las sillas del comedor, su hermana sujetaba estupefacta la piedra dorada. Le miró sonriente.
    -¿Te fijas Eldo? Una estrella fugaz nos ha escuchado.
    -¡No! ¡No podemos quedárnosla! –exclamó alborotado-. La Ninfa me contó que era para el rey, si no se la doy mi corazón se volverá igual que el suyo… sin sueños ni nada que se le parezca.
    -¿De qué… estás hablando?
    Eldo estiró su brazo y abrió la mano.
    -Dámela.
    Astie le miró y luego puso atención a su mano. Volvió su mirada al impresionante tesoro y se levantó de la silla.
    -No sabes lo que dices. Nos la vamos a quedar –dijo sujetándola con mucha fuerza como si no quisiera que nadie la tocase.
    -¡Astie, no! ¡No puedes hacer eso! ¡Es mía! –gritó enfurecido.
    -Soy tu hermana mayor, claro que puedo.
    Antes de que Eldo pudiese echarse encima de ella para coger aquello que era suyo, los guardias del rey entraron por la puerta de la casa. Astie se guardó la piedra en uno de sus bolsillos traseros del pantalón y se tapó el delito con la camisa del pijama.
    -¡No habéis escuchado! El rey les quiere en las minas para que entreguéis vuestro oro –dijo furioso uno de los guardias-. ¡Venga, andando! –exclamo llevándoselos para fuera.
 
     Cuando llegaron a las minas, las entradas para la recolecta del oro estaban divididas en varias filas. A Eldo lo pusieron en una y a su hermana la posicionaron en otra más lejana. A medida que iban tomando curso las filas, las atenciones de los guardias iban dirigidas a los nuevos que llegaban para recolectar el oro. Eldo aprovechó uno de los deslices que tuvieron los vigilantes y escondiéndose entre las personas que allí estaban se fue acercando a su hermana. Cuando ya estaba próximo a ella, uno de los guardias la cogió por el brazo y la llevó a otra fila mucho más lejana. Eldo manifestó su rabia en un suspiro intenso. Ya había llegado hasta las puertas de la mina y no era el momento idóneo para emerger la locura que le había hecho llegar hasta ahí. Al entrar, le asignaron una cesta con su nombre para meter el oro y un cacho de tierra donde cavar. Eldo no tuvo más remedio que hacer caso a sus órdenes.
    Varias horas más tarde, Eldo aprovechó un nuevo desliz de uno de ellos para ir en busca de su hermana. En el inmenso laberinto de las minas, al final la encontró. Se acercó como pudo a ella, sin levantar sospechas y sin hacer el mínimo ruido para no llamar su atención. Despacio y atento a su alrededor metió sus dedos en el bolsillo del pantalón. Cuando estaba a punto de lograr que el oro fuese suyo, su hermana volteó ligeramente la cabeza. Eldo quedó helado al ver que iba a descubrirle. Casi sudando, suplicó hacia sus adentros que no girase mucho más su cabeza. Y así sucedió, Astie volvió a su rutina y Eldo pudo conseguir su tesoro. Retrocedió cauto por el mismo camino que le vio marchar y puso en su cesta el preciado erario.
 
     A la luz del alba y soportando los gritos de su hermana por la inmensa supuesta estupidez que había realizado. Unas manos débiles tocaron la puerta de su casa. Astie y Eldo fueron a ver quién era el que interrumpía su contienda. Y quedaron boquiabiertos al ver a uno de los guardias reales. Parecía otra persona diferente a la que a penas un día había tocado su puerta con exigencias.
     -Eldo Martteskings –dijo cuando vio a ambos hermanos.
     El joven dio un paso al frente y se acercó a él.
     -Disculpe que le moleste pero el rey quiere verle urgentemente –le comunicó bajando la mirada como si ocultara algo.
     Eldo miró a su hermana y ésta le hizo una seña afirmativa.

     Unos pocos minutos más tarde, el castillo del rey abría sus puertas para invitarle a pasar. Un pasillo repleto de sacos vacíos de oro y sin nada de valor por donde se alzase la vista se dibujaba mientras Eldo caminaba en dirección al altar donde le esperaba el rey. Al llegar a él, el joven le hizo una reverencia.

  -No, no, por favor… No hace falta que hagas eso –le indicó el soberano.
     Eldo quedó impresionado ante la actitud de su rey.
     -Mira a tu alrededor ¿Qué ves? –le sugirió al chico.
     -Falta mucho… 
     -Pobreza –le interrumpió el rey-. No obstante, hace tiempo que no me sentía tan feliz con tan poco. Gracias, chico. No sé cómo lo has hecho pero has conseguido librarme de la maldición del egoísmo.
     -¿Y porqué me lo agradeces a mi?
     El rey se acercó a una cesta y de ella sacó una piedra de oro. Eldo quedó desconcertado al verla.
     -Ha sido tocar esto y desaparecerme todos mis males. Todo aquello que me adentraba en una espiral destructiva y macabra. No me dejaba valorar y me anulaba la virtud de compartir –el rey se acercó al chico y estiró su mano-. Cógela, es tuya.
     Eldo abrió sus manos e hizo lo que le ordenó su gobernante.
 
     Desde ese día todo ha cambiado en las tierras de ese mundo regalado por los dioses. Eldo compartió su tesoro con todas las personas y no permitió que nada le cambiase. Llevó su original forma de vida a todos los rincones del planeta. Y jamás dudó de la magia de una bonita estrella fugaz.