- NOCHE DE CENIZAS -
Otra noche más vuelvo a mirar la lluvia golpear mi ventana. Soy incapaz de perder de vista esas minúsculas gotas de agua que se lanzan a la aventura con una fuerza devastadora. Me hacen recordar lo frágil que es la existencia. Lo complicada que es la vida. Me preguntarás que cómo un niño de once años puede pensar así, aunque te puedo asegurar que he vivido más de lo que imaginas. Hace dos años que mis padres me abandonaron. Triste, ¿verdad?. Desde entonces, he tenido que buscarme la vida de la única forma posible: convirtiéndome en un hombre. Aunque parezca mentira, aún recuerdo el olor del perfume preferido de mamá. La sonrisa con la que me despertaba cada mañana. Hasta de vez en cuando se me escapa una sonrisa al flotar entre el recuerdo de sus inimaginables cuentos de fantasía nocturnos. No puedo remediar el hecho de cerrar los ojos y viajar hasta ese momento en que mi padre me traía un vaso de agua al dormitorio, me cantaba una bonita canción y me encendía una vela para que la oscuridad nunca pudiese hacerme daño. Se acercaba a mí, me daba un beso en la frente y me decía: recuerda que si algún día nos perdemos, si algún día no podemos estar juntos, la luz de esta vela será nuestra estrella, esa que hará que nunca nos separemos. Días más tarde, me abandonaron. Se fueron, sin una despedida, devorando mis sentimientos. Siempre he querido saber por qué lo hicieron, por qué se marcharon sin más, sin dejar rastro. Qué habré hecho mal. A veces, hay días en que las paredes lloran, tanto o más que yo. Y desde hace unas semanas escucho como el suelo replica, se queja de dolor. Su sufrimiento es tan espeluznante que mi piel se eriza por completo. Entonces, es cuando dejo de lado mi aventura con las lágrimas que caen del cielo y miro hacia la puerta. A su lado aún sigue el espejo que colgó papá por mi noveno cumpleaños y la vela que una vez estuvo encendida noche tras noche. La puerta de mi habitación se entromete entre el alboroto de mi corazón y mi entrecortada respiración. Nunca me he atrevido a acercarme a ella. Mis piernas no reaccionan y mi piel se endurece por el frío, lentamente. Por mi boca comienzo a soltar una neblina que condensa mi sangre. Sé perfectamente que no estoy sólo. Esta vez, un sonido parecido al de un alfiler aruñando la puerta me avisa de que hoy va a ser una noche diferente. Miro con atención el picaporte dorado que da algo de vida a esa pintura marrón oscura que decora su piel de madera, y mis labios comienzan a temblar. Unos dedos arrugadizos tocan levemente su figura. Puedo escuchar como la persona que está ahí detrás muere en un llanto. Los latidos de mi corazón se aceleran cada vez más y más. Escucho la voz de una mujer llorar y gritar. Su desesperación atraviesa mis sentidos, dejándome helado. Me llevo las manos a los oídos y cierro los ojos. Intento pensar en los cuentos que me contaba mamá cada noche para tranquilizarme y tararear esa canción que siempre me acompaña. Es en este momento cuando empiezo a ponerme muy nervioso.
-Por favor, vete. Por favor, vete… -digo susurrando una y otra vez. Los poros que recubren la piel de mi cara se encogen hasta tal punto que siento su dolor. Cierro más los ojos y es cuando esa mano torturada por los siglos me toca los labios-. ¡No me hagas daño! ¡No me hagas daño! –grito con todas mis ganas. Escucho un fuerte portazo y cuando abro los ojos verifico que la puerta se ha vuelto a cerrar.